PEISSEL, MICHEL (1937-).
Desvelando la leyenda de las hormigas extractoras de oro.

Desde Heródoto, la leyenda de las hormigas extractoras de oro ha resistido siglos, citándose ininterrumpidamente durante la antigüedad y a lo largo de la Edad Media. No fue hasta los años ochenta del siglo XX que el antropólogo y explorador francés Michel Peissel comenzó a desvelar el enigma de aquella antiquísima historia. He aquí el apasionante relato de su descubrimiento en las montañas del Tibet.



El oro de las hormigas (1982)

Las hormigas buscadoras de oro

[…] Aquella tarde interrogué a Sonam y a Tashi acerca de los relatos sobre las hormigas buscadoras de oro. Me dijeron que ellos no conocían ninguno, pero añadieron:

-Nuestros padres nos hablaban de las arenas auríferas que hay en las madrigueras de las marmotas.

-¿Qué? -exclamé asombrado.

-Sí. Los ancianos decían que acostumbraban ir a la llanura de Dansar para recoger arenas con oro en las madrigueras de las marmotas, phia ser nakeliung (marmotas extractoras de oro). Verás -me explicó Sonam-: las marmotas sacan arena de debajo de la tierra y en esa arena hay oro.

Apenas podía creer lo que estaba oyendo, e hice que Sonam repitiera su explicación. Luego pregunté a Tashi, y éste me la ratificó, añadiendo, sin embargo, que actualmente no se hacía así, aunque en tiempos pasados era práctica común en Dartzig.

¡Por fin, debido a la mera casualidad y de forma inesperada, se veía confirmada la famosa leyenda de Heródoto!

-¿Y dónde está la llanura de Dansar? -pregunté muy conmovido.

-Entre Ganosh y Morol. Es una altiplanicie reseca y árida, parecida a un desierto, y está llena de marmotas.

Las palabras de Heródoto acudieron entonces a mi mente:

«Hay otros indios más al norte, alrededor de la ciudad, una ciudad llamada Kaspatyros, y en la tierra de Pactyica, y esos indios, en su modo de vivir, se parecen a los bactrianos. Éstas son las tribus indias más belicosas y las que van a buscar oro, pues en esa región hay un desierto de arena. En tal desierto mora una especie de hormiga de gran tamaño, mayor que un zorro, pero no tan grande como un perro. Algunos especímenes capturados allí se conservan en el palacio de los reyes persas. Esas criaturas, que tienen sus madrigueras bajo el suelo, extraen arena y la amontonan, al igual que nuestras hormigas hacen con tierra, y se parecen mucho a éstas en su forma. Las arenas poseen un rico contenido en oro, y eso es lo que buscan los indios cuando efectúan sus expediciones al desierto. De acuerdo con los persas, la mayor parte del oro se obtiene de la manera que he descrito. Cierta cantidad, no mucha, procede de las minas que se hallan en su propio territorio.»

Hormigas extractoras de oro (Salterio Queen Mary, c. 1310-1320)


Estaba loco de alegría y casi no podía creer lo que acababa de oír. Era la confirmación oral de que el oro se recogía de la arena extraída por esas «hormigas gigantes», como Heródoto había llamado a las marmotas a falta de palabra más apropiada. Todo coincidía con el relato del griego: el desierto, el tamaño de las «hormigas», su piel, mencionada por Nearcos, y las gentes que los cachemirianos todavía llaman darades, auténticos antepasados de los minaros.

Corrí a contarle a Missy la sorprendente noticia. En seguida nos pusimos a observar los mapas. A unos treinta y cinco kilómetros de Dartzig se encontraba, en efecto, el valle de Ganosh y la pequeña ciudad de Morol, en la margen del Indo, justo donde se juntan el Suru y el Shingo para unirse al gran río. Entre los dos y de acuerdo con los perfiles del mapa existía una gran llanura. Allí, exactamente allí según confirmaron mis amigos minaros, estaba el thang de Dansar. Era aquélla la localización más precisa de la región de las hormigas buscadoras de oro, o sea las marmotas. «Esas criaturas, que tienen sus madrigueras bajo el suelo, extraen arena y la amontonan, al igual que nuestras hormigas hacen con tierra.» ¡Heródoto tenía razón! No era el embustero en el que no creían los científicos modernos y su relato estaba lejos de ser exagerado. Había contado la verdad una vez más y lo había hecho con todo detalle, puesto que también aseguraba:

«El oro se encuentra aquí en gran cantidad, bien en las minas, arrastrado por los ríos o robado a las hormigas.»

Efectivamente, yo sabía que las aguas del Zanskar y del Suru arrastraban arenas auríferas, y también que se extraía oro de las minas situadas en las orillas del Inda, así como, según acababa de descubrir, de las madrigueras de las marmotas en la llanura de Dansar.

¿Por qué, entonces, nadie había encontrado nunca esta tierra? ¿Por qué los conquistadores, los aventureros, los científicos no habían descubierto las hormigas y su oro? ¿Por qué habían fallado todos en identificar esa llanura? ¿Por qué habían permitido que el relato fuese creciendo y creciendo, hasta convertirse en una de las más fabulosas leyendas de la antigüedad y de tiempos posteriores? ¿Por qué Hermann, el erudito alemán, o el reverendo Francke, que había pasado tantos años en el Ladak, no supieron encontrar su origen?

La respuesta era sencilla. Estaba escrita en mi mapa y en los rostros de mis compañeros minaros, y explicada además por las altas cumbres que nos rodeaban. La tierra de las hormigas buscadoras de oro, la llanura de Dansar y toda aquella zona, era, y sigue siendo, una de las más inaccesibles -de nuestro planeta. Por eso es ahí donde han sobrevivido, inconquistables, los minaros y por lo que ni siquiera el audaz Francke, al parecer, estuvo nunca en las aldeas al sur de Dartzig y tampoco en ese lugar donde durante milenios se ha guardado el secreto sobre el origen de las hormigas buscadoras de oro.

Hormigas extractoras de oro (Salterio Queen Mary, c. 1310-1320)


No se debe a una casualidad el que los minaros hayan sobrevivido en toda su pureza como «los últimos arios» del Tíbet, que así los llama Shaw. Tampoco lo es que, como advertí en el mapa, la línea de alto el fuego corra a lo largo de la llanura de Dansar, dado que era, y todavía es, imposible para un ejército invasor penetrar en ese santuario. Si las tropas indias y paquistaníes se han detenido a cada lado de dicha llanura es porque nadie puede hacer una guerra en la ratonera natural que forman los valles de los minaros, valles como los de Ganosh y Dartzig, y los de Dab, Hanu y Garkund, con laderas que caen casi verticalmente desde montañas de 5.000 metros de altura hasta los abismos de las gargantas del Indo. Entrar en estos valles de poca extensión y con accesos escarpados sería, militarmente, un suicidio. Son lugares en los que sólo pueden sobrevivir los minaros, cautivos de su propio entorno, nunca turbados por las tropas invasoras de los reyes del Tíbet ni por los guerreros musulmanes que han peleado durante cientos de años en zonas cercanas. Tampoco los viajeros han pasado por allí, pues la ruta comercial, que en las demás regiones sigue el trazado del Indo, tiene que apartarse en ésta para salvar sus profundas gargantas. Verdaderamente, no es una casualidad el que la llanura de las marmotas buscadoras de oro haya escapado a su descubrimiento durante tantos siglos. Otra buena razón para ello es que la llanura de Dansar, como la tierra minara, ha estado siempre más allá de los límites extremos de todos los imperios del viejo mundo. El Himalaya se halla allende el universo conocido por los griegos y conquistado por Alejandro. Esta teoría también puede aplicarse al gran imperio indio, cuyos sucesivos gobernantes, si bien alcanzaron Cachemira, rara vez o nunca se aventuraron hacia el norte, hacia el Himalaya, cuya altura y condiciones climatológicas resultaban excesivamente duras para hombres acostumbrados a vivir en calurosas llanuras. El territorio minaro, y esto también hay que tenerlo en cuenta, está fuera de los límites más lejanos de la expansión china hacia Occidente. Y si bien los emperadores del Celeste Imperio conquistaron y gobernaron en el siglo VIII las regiones septentrionales del Karakorum, sitiando brevemente a Gilgit, nunca remontaron el Indo hasta la plaza fuerte natural de los minaros. Por otra parte, aunque los tibetanos llegaron en ese mismo siglo a Gilgit y a Skardo, pasaron de largo por los escondidos valles situados a ambos lados del Indo, donde los agresivos minaros permanecían atrincherados.

También sucedió así con los conquistadores musulmanes, que no entraron nunca en dichos valles, ya que éstos se hallaban más allá de los límites de su vasta esfera de influencia. En tiempos más recientes, los británicos, aunque su imperio incluía el Ladak entero, tenían un único representante en todo el país, su residente en Leh. Uno de esos residentes, llamado Shaw, demostró cierto interés por los minaros, pero no llegó a ir a la llanura de Dansar ni a encontrar el oro de las hormigas.

El único imperio que en realidad gobernó esta zona fue el gran imperio persa de Darío, en el siglo v antes de Jesucristo. En aquellos tiempos, Darío extendió sus vastos dominios hasta la India y el Himalaya occidental. Así fue como llegó a conocerse la existencia de las hormigas buscadoras de oro. Heródoto relata cómo, en el momento de su apogeo, el imperio persa estaba dividido en veinte satrapías o provincias. Una de éstas, la séptima, censada por Heródoto, comprendía Bactria (el norte del Afganistán y partes del Turquestán ruso) e incluía los dominios de los gándaros, satagidios, aparitas y los misteriosos dardos o dardicaes. Esta provincia del imperio persa debía pagar 170 talentos de oro como tributo al rey persa. De este modo supo Darío la extraña manera que tenían los dardos de hacerse con el oro. En consecuencia ordenó capturar uno de esos singulares animales buscadores del precioso metal y llevarlo a la corte. Oyendo los relatos de los soldados o los mercaderes, Heródoto tuvo conocimiento del hecho, es decir, de la sorprendente manera en que el animal extraía de la tierra arenas auríferas. Ese oro se llamó « bactriano» porque llegaba a los persas desde la satrapía de Bactria.

Lo que más tarde confundiría a los que quisieron buscar ese oro fue la forma en que Heródoto explicó el caso. En su relato existen dos aspectos que inducen a error. En primer lugar, el haber empleado la palabra hormiga para describir lo que, con toda evidencia, era una marmota. En segundo, el asegurar que aquellas «hormigas» eran peligrosas. Pero debemos alegar en favor suyo que usó el término con precaución y sólo a falta de una analogía más exacta, diciendo que las «criaturas» extraían el oro transportando arena, como las hormigas extraen y transportan tierra. Heródoto no aseguró nunca que fueran hormigas las que buscaban el oro, sino que eran «una especie de hormigas», y sigue describiendo a la «criatura» como muy parecida a ese insecto. Escritores posteriores dejaron de lado esta prudente analogía y sólo se refirieron a la palabra «hormiga», que probablemente hizo impacto en la fantasía de todos ellos, oscureciendo la descripción muy precisa que realizó Heródoto en cuanto al tamaño de las «hormigas», y más tarde olvidaron también la mención de su «piel» hecha por Megástenes. A partir de ahí, todos parecen convencidos de que esas «criaturas», como las llama el historiador griego, fueron realmente hormigas.

Resulta un tanto sorprendente que estudiosos más modernos, como Herrmann, Laufer y Francke, por nombrar sólo a unos pocos, hayan seguido refiriéndose a las hormigas en vez de intentar identificar a las «criaturas» en cuestión. Existen, sin embargo, algunas excepciones; por ejemplo, la de C. Ritter, que en 1833 fue la primera persona en sugerir lo de las marmotas, aunque ignorando todas las indicaciones geográficas que localizaban en la tierra de los dardos a las hormigas del oro. Ritter pensó que la tierra de las marmotas extractoras de oro podía hallarse en las fuentes del río Sutlej, cerca de la cima del sagrado Kailash, basándose en el informe de Moorcroft, donde dice que lo mismo las marmotas que el oro deberían encontrarse en esa zona, si bien ni el mencionado científico ni ningún otro las relacionó entre sí.

Herrmann, por otro lado, en un estudio escrito el año 1938, identificó correctamente el país al que se refiere Heródoto como la tierra de los dardos, situada a poca distancia de Cachemira, aunque en esa época la verdadera patria de los dardos no había sido establecida con precisión, como hemos visto. Pero Herrmann, al igual que otros, descartó a las marmotas, prefiriendo creer en las hormigas. Probablemente le impresionó mucho la ferocidad de las «hormigas» señalada por Heródoto. Hay que tener en cuenta que a las marmotas se las considera, en general, inofensivas. Indujo a error el que lo mismo Heródoto que Megástenes relataran lo peligrosas y agresivas que eran esas «hormigas», lo que obligaba a los buscadores de oro a apoderarse del metal con la mayor rapidez posible.

Ahora se me aparece con toda evidencia que tales relatos acerca de la peligrosidad de las hormigas no fueron más que el complemento normal que acompaña a toda narración referente a tesoros escondidos y riquezas. Se ha dicho siempre que esos tesoros están celosamente guardados por gigantes, grifos, dragones, etcétera. Ésta parece ser la natural y necesaria explicación que emplean los narradores para justificar que no puedan robarse, ni siquiera localizarse. Es posible también que se hayan magnificado intencionadamente los datos que a ellos se refieren, con el fin de impedir que los aventureros de toda laya los busquen.

Los científicos modernos que han estudiado el relato referente a las hormigas no han tenido ninguna dificultad en encontrar en todos los países del mundo cuentos y fábulas relacionados con dicho insecto, que, dicho sea de paso, siempre ha fascinado al hombre por la sorprendente actividad que despliegan en sus pequeñas comunidades. No es de extrañar que existan tantas narraciones que a ellas se refieren. Pero en ninguna se las asocia con el oro de los dardos. Tampoco es de extrañar que muchas de' esas narraciones mencionen el oro, tesoros y riquezas, así como princesas, reyes y malvados ministros. Tal fue el cuento recogido por Francke acerca de las hormigas y su rey, que explican por qué aquéllas tienen la cintura tan estrecha y cómo la princesa se casó y fue feliz gracias al oro que los insectos sacaron del lago.

Aunque las marmotas no son agresivas, cierto es que ante la' proximidad del hombre se yerguen sobre sus patas traseras y dejan escapar un amenazador chillido de alarma. Pero la causa de los peligros descritos por Heródoto no procedía de esos animales, sino, mucho más verosímilmente, de los antiguos habitantes de la llanura de Dansar, que, como es natural, defendían la posesión de su oro. Quienquiera que acudiese en busca de ese oro debía luchar con los pobladores de la región, que, como se deducía de los dibujos grabados en las piedras, fueron excelentes tiradores, entrenados en la caza del íbice (que es la más veloz de todas las cabras monteses), que tenían a su servicio feroces perros de caza y empleaban flechas impregnadas de mortal aconita, «el veneno más violento que existe».

No cabía duda de que en lo que Sonam y Tashi me habían contado se hallaba la raíz del mito de las hormigas buscadoras de oro. La evidencia demostraba que aquella región estaba poblada por gentes a las que los cachemirianos llamaban darades, el mismo nombre aplicado por Megástenes, que obtuvo esa información, no lo olvidemos, mientras estaba en la India, y sin duda le fue confiada por cachemirianos. En ninguna otra parte de las zonas auríferas del Himalaya occidental se han encontrado datos locales que se refieran a animales o insectos extractores del oro existente en las arenas. Por ello creo, sin ninguna clase de duda, que el famoso relato debió extenderse a partir de la llanura de Dansar, en el corazón de la zona minara.

A través de los siglos, el aislamiento geográfico y político de esa tierra alejó a los intrusos. Todavía hoy resulta prácticamente inaccesible. Que yo sepa, la llanura de Dansar se encuentra en tierra de nadie a lo largo de la línea de alto el fuego indopaquistaní, aunque más hacia el lado paquistaní de dicha línea, que varía significativamente de uno a otro mapa.

Al estudiar las causas por las cuales la identidad de la llanura de Dansar y sus marmotas buscadoras de oro han escapado durante tanto tiempo al conocimiento general, creo que también debemos tener en cuenta el problema que representa el lenguaje. El minaro, tal como lo habla la población local, es probablemente una de las lenguas más ininteligibles y desconocidas, así como de las menos habladas en toda Asia. Nosotros fuimos los primeros en recoger palabras y formar un extenso vocabulario de esta extraña forma del shino, conocido solamente por el primer léxico, muy corto, establecido por Shaw hace unos cien años. En cuanto al tibetano, la única segunda lengua que entienden los minaros, la conocen sólo contadísimos extranjeros. A mí, que hablo corrientemente el tibetano, me ha costado pasar tres años en esa tierra para sonsacar finalmente a mis amigos el bien guardado secreto de las marmotas de Dansar.

Resulta, pues, más allá de toda duda medianamente razonable que las «hormigas» fueron marmotas, la marmota asiática llamada «marmota bobak», que vive únicamente en las altas y desoladas llanuras o valles situados por encima de los 4.000 metros, altura que corresponde exactamente a la que tiene la thang (1) de Dansar. Como animales que pasan el invierno soterrados, las marmotas excavan amplias y complicadas madrigueras, en las cuales almacenan grandes cantidades de hierba, extrayendo mucha tierra y formando voluminosos montones a la entrada de esas madrigueras.

En mis viajes he tenido oportunidad de ver algunos de esos montones, que medían más de un metro de alto y cubrían áreas de diez metros cuadrados. Esta tierra o arena, si contenía oro, produciría, después de cribada, el metal suficiente como para que mereciera la pena apoderarse de ella, y eso fue lo que hicieron, los hombres de Dartzig. Como las marmotas tienen el pelaje marrón oscuro, con toques rojizos y marrón claro, no es necesaria mucha imaginación para contar que la piel de la marmota es como la de la pantera, la de variedad manchada, no listada. Las marmotas, por supuesto, son más grandes que las zorras y también más pequeñas que muchos perros.

La emoción que me causó este descubrimiento me hizo olvidar momentáneamente la inquietud que despertaba en mí el arriesgado proyecto que pensaba realizar. Aquella misma noche crucé con Sonam el riachuelo y me acerqué a una casa cercana, donde tres viejas brujas destilaban un excelente chang, la cerveza de cebada. Era ya muy tarde y hacía un frío intenso cuando Sonam y yo, ligeramente borrachos, nos dirigimos, dando algún traspiés en la oscuridad, hacia nuestro somero abrigo. Sonam resbaló en mitad del arroyo, y cuando llegamos al campamento hubo de reavivar el fuego para secar sus empapadas ropas antes de irse a dormir.

(1) La palabra tibetana thang, que significa llanura, se aplica a cualquier espacio llano aunque sea de tamaño pequeño. Si Heródoto menciona un desierto, lo cual induce a error, es sin duda debido a las características arenosas del lugar, mientras que la mención de Megástenes refiriéndose a una llanura en una montaña es correcta.